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caso maldonado

Indiferencia no forzada

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En los aeropuertos, esos espacios desangelados que el antropólogo francés Marc Augé definió como “no lugares”, las personas, sean pasajeros, empleados, tripulantes o vendedores, suelen desplazarse como zombis o como fantasmas. Incluso quienes viajan en pareja, en familia o en grupos, parecieran haber suspendido todo lazo real entre sí. La identidad se disuelve. Los encargados de seguridad, de escanear equipajes o de controlar pasajes disponen de pronto de un pequeño poder (acaso el único en su vida) que ejercen como carceleros. Una vez que el viajero ingresa a esos espacios pierde todos sus derechos, y si cree tenerlos, la letra chica se encargará de desmentirlo. Su tiempo, sus pertenencias, entre otras cosas, ya no le corresponden. Harán con todo eso lo que les plazca y no le darán una sola explicación. Tampoco una disculpa o una reparación. Sólo tiene una libertad, y es condicionada y manipulada: la de comprar y consumir. Podrá recuperar lo confiscado cuando llegue a destino y atraviese la puerta de salida.

En todos estos “no lugares” dentro del país, centenares de ojos observan a los pasajeros, interpelándolos, desde pantallas, afiches y carteles. Pero los viajantes no lo advierten, obnubilados con sus compras, las pantallas de sus celulares y computadoras o simplemente sumidos en su sonambulismo. Sólo habría que levantar la vista y prestar atención. Detenerse un momento. Hacer contacto y registrar. Las pantallas, afiches y carteles muestran caras de personas desaparecidas. Hombres, mujeres, niños. Hay jóvenes, de mediana edad y viejos. Allí figuran sus nombres, sus edades, sus lugares de residencia y las fechas y zonas en que fueron vistos por última vez. Algunas de esas fechas son recientes, otras más lejanas, varias de ellas cercanas a la década. Se pide información sobre paraderos. En ciertos casos se ofrece recompensa, no porque sean delincuentes, sino porque alguien los extraña, los necesita y los espera. Porque los ama.

Ausentes, son presencias contundentes, tangibles, convierten a los “no lugares” en espacios donde resuenan preguntas urgentes, dolorosas, que angustian e indignan. ¿Qué ocurrió con ellos? ¿Quiénes y cómo los están buscando? ¿Qué hizo o hace el Estado para garantizar sus vidas, su rescate, su presencia? ¿Quiénes, cómo y con qué se acercaron a sus familiares, a sus tutores, a sus seres cercanos y queridos? ¿Dónde están? Duele mantener la vista en esos rostros. Cada foto registra un momento de una vida real. Un momento en el que pensaban y sentían algo. Hay de todo. Los que ríen, los que miran lejanías, los que posan, los que se ven en calma, los que no. ¿Qué es de ellos hoy? ¿Sufren? ¿Qué recuerdan? ¿Qué necesitan? ¿Viven?

En las imágenes exhibidas en los “no lugares”, ellos están más presentes que tantos de los presentes. Llamándonos. Negándose a ser polvo de olvido. Piden un minuto menos de duty free, un momento menos de computadora o celular, el simple y poderoso ejercicio de levantar los ojos y observar el mundo en que se vive, registrar que está poblado por otros. Prójimos, congéneres. Y ausentes. ¿No son desapariciones forzadas las de ellos, las de muchos o acaso todos? ¿No han sido invadidos de manera impune en el más sagrado de los territorios de cualquier persona, el de su cuerpo? ¿No les fue arrebatada su libertad de disponer de él? ¿No son humanos sus derechos? ¿Quién, de todos los que gobiernan y gobernaron (sobre todos estos últimos, empezando por la más inmoral de sus representantes) o de los que se rasgan en protestas políticamente correctas los nombra o los considera? ¿Qué hace o hizo por ellos la mascarada de justicia que reina en los tribunales y juzgados? ¿Hay ausencias que valen más que otras? ¿Qué dan mejores réditos? ¿Qué favorecen la autoimagen progre? Si la respuesta es afirmativa, hemos regresado a épocas anteriores al Iluminismo, cuando nacieron las ideas de individuo, de libertad y de derechos que hoy se nombran banalmente. O quizás jamás salimos de aquella oscuridad inicial.

*Escritor y periodista.