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Entrenar

Había empezado a caminar en la cinta; para aguantar el aburrimiento me había propuesto ver una serie que tuviera varias temporadas, un capítulo por día, 5 kilómetros por día.

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Había empezado a caminar en la cinta; para aguantar el aburrimiento me había propuesto ver una serie que tuviera varias temporadas. | Toledo

Hace un año fui a la tarotista. Mi tarotista, a la que vamos a llamar La Señora, es una mujer brava, frontal. También es muy graciosa, pero mientras se ríe con una risa muy bonita, con los labios pintados de rojo, lee las cartas y las cartas hablan a través de ella sin medias tintas y sin piedad. Esa vez me dijo un montón de cosas que yo no quería escuchar. Así que me fui bastante enojada. Me resultaba imposible hacer la mitad de las cosas que, según las cartas, debía hacer para deshacer mis entuertos, enderezar rumbos, llegar a parajes más luminosos. A la mañana siguiente mientras paseaba a la perra en la plaza pensé que bueno, que después de todo seguir braceando en mi propio pantano no estaba tan mal, que La Señora tal vez exageraba un poco. Entonces vi al Entrenador: hacía ejercicio con dos chicas, en la canchita de fútbol de la plaza. Me quedé viéndolos. Siempre odié los deportes y el ejercicio. Ellos daban la impresión de divertirse.

Entre las cosas que me había dicho La Señora una era que tenía que hacer algo con el cuerpo, ponerme en movimiento. Yo le había respondido que tenía una cinta y una bicicleta fija. Que a veces las usaba. No era verdad: había empezado alguna vez a caminar en la cinta; para aguantar el aburrimiento me había propuesto ver una serie que tuviera varias temporadas, un capítulo por día, cinco kilómetros por día. Había elegido Mad Men: disfrutaba viendo a esa gente con ropa tan hermosa, fumando, tomando cócteles. No llegué a terminar la primera temporada.

La Señora hizo un gesto de desprecio con la mano y me dijo: no, no, algo al aire libre, tenés que salir de tu casa.

Esperé a la distancia a que las chicas estiraran, juntaran sus cosas y se fueran. El Entrenador estaba recogiendo sus propias cosas. Me acerqué y le pregunté si podía entrenarme. Le dije que detestaba el ejercicio, que en el colegio Educación Física era mi pesadilla. Que a lo largo del tiempo había intentado varias cosas: correr sola, caminar sola, ir al gimnasio, hacer boxeo, pilates y gimnasia con un grupo de señoras de sesenta que me pasaron el trapo. Que había abandonado todo una y otra vez. El se rió y me dijo los horarios que tenía disponibles. Le dije que lo iba a pensar y al otro día le mandé un mensaje y quedamos. Fui con las únicas zapatillas deportivas que tenía: por la punta de una me asomaba el dedo. Se lo señalé enseguida y le dije que no me iba a comprar otras hasta que no cumpliéramos un mes de entrenamiento.

No terminé de ver Mad Men nunca, pero sí me compré zapatillas nuevas, shorts, medias, calzas, un reloj de esos que cuentan los pasos que hacés por día. Entreno dos veces por semana. Decir entrenar me suena un poco snob así que la verdad es que digo hago ejercicio. Salto bancos, hago abdominales, salto a la cuerda (me cuesta la mano izquierda), hago sentadillas, corro para atrás, para adelante, para los costados, me cuelgo de los arcos (mentira, me ayuda el Entrenador). Los primeros meses pensaba que iba a morirme. Ahora pienso que voy a vomitar o a desmayarme o todo junto, pero empiezo a sentir que el pecho se abre con el aire de la mañana: a veces saturado del olor a pasto mojado por los regadores; a veces del olor al paco que fuman los pibes cerca de donde corro. La perra entrena conmigo, a ella le va mejor porque es más joven, más aerodinámica.

Hace poco fui de nuevo a ver a La Señora. Por asuntos urgentes que me hicieron bajar el copete y volver a sus cartas de tarot. Todavía no le dije que, por lo menos en una cosa, le hice caso.