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El tiempo y el espacio

Iba en el auto con un amigo y cuando pasamos frente a las Barrancas de Belgrano mi amigo me dijo que ese lugar lo hacía recordar a su padre, ya que cuando este se separó de su madre lo llevaba ahí para jugar.

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Iba en el auto con un amigo y cuando pasamos frente a las Barrancas de Belgrano mi amigo me dijo que ese lugar lo hacía recordar a su padre, ya que cuando este se separó de su madre lo llevaba ahí para jugar. También me dijo que el padre, no bien se separó, no pudo alquilar un lugar propio y tuvo que irse a vivir con su madre –es decir, la abuela de mi amigo–. Me dijo que de esa época recordaba cómo se ponían por las noches a ver televisión con todas las luces de la casa apagadas. Lo único que iluminaba la escena era la luz del televisor blanco y negro. “Me parece que ahora ya nadie ve televisión con todas las luces de la casa apagadas, ¿no?”. Le dije que no estaba seguro. De lo que estaba seguro –le dije– es de que las familias se acortaron: ya hay muy pocas familias tribus, de esas en las que conviven muchos en casas largas y viejas.

Dimos un par de vueltas con el auto, buscábamos una clínica donde estaba otro amigo en común que acababa de tener un infarto y se había salvado de casualidad. Me acordé de que la puerta de calle de mi casa paterna se cerraba a determinada hora de la noche pero nunca con llave y que para llegar a la puerta de mi casa había que atravesar un largo pasillo. Esa puerta tampoco llevaba llave. Con mi amigo íbamos cruzando la ciudad en mi auto, bajo una persistente llovizna. Los días anteriores habían estado bajo una humedad pesada y pegajosa y ahora un frente frío traía una lluvia que ya llevaba dos días enteros.

Cuando pase el tiempo, me pregunté, ¿como quedará condensada esta deriva que nos lleva por la ciudad mojada? ¿La recordaremos de manera precisa o se mezclará en nuestra mente con las miles de veces que recorrimos la ciudad sin ton ni son? En un momento le dije que uno podía estar seguro de los lugares donde le sucedieron las cosas, pero nunca de manera exacta del tiempo en el que ocurrieron. Por ejemplo, le pregunté, ¿te acordás qué edad tenías cuando venías a Barrancas con tu papá? El pensó un rato y me dijo que no estaba seguro, que era chico, que ese tiempo era justo antes de que su padre se fuera a vivir fuera del país, pero que no podía asegurar su edad ni qué fecha era. Tendría que ponerse a investigar, buscar datos, esas cosas. En cambio, le dije, no hay duda de que el lugar era este, Barrancas de Belgrano. Las cosas –dije– suceden en el espacio. Eso es de lo único que estamos seguros. El tiempo, en cambio, es una fábula que se cuentan los hombres. Una fábula que a veces nos vuelve esclavos. Por eso Juan José Saer inicia de esta manera Glosa, su novela capital: “Es si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos, qué más da”.

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