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El sabor del amor

Un colega dice que no entiende por qué me preocupa tanto literariamente hablando el tema del amor, y yo me pregunto si será un problema y cuando paso por la ferretería a comprar una lamparita para iluminarme encuentro tirados en el piso (y juro que es verdad, que es cierto, que no es literatura), tres libros.

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Un colega dice que no entiende por qué me preocupa tanto literariamente hablando el tema del amor, y yo me pregunto si será un problema y cuando paso por la ferretería a comprar una lamparita para iluminarme encuentro tirados en el piso (y juro que es verdad, que es cierto, que no es literatura), tres libros, uno, Los perros perseguidos, de Richard Adams, que cuenta la apasionante historia de dos perros a los que operaron del cerebro y escapan del centro de experimentación animal y se enfrentan a un mundo hostil y amenazante; el segundo, El varón domado, de Esther Vilar, un best-seller de la década del 70, ya no recuerdo si feminista o machista y que tiene una dedicatoria masculina que concluye con “Con un cariño inmenso”, que evidentemente fue olvidada por su destinatario/a; el tercero, El hombre y el amor, de Paul Géraldy, libro que escribe un padre para explicarle al hijo los detalles metafísicos de la relación matrimonial y que sitúa al autor como un émulo o precursor o afinador de la perspectiva con la que leemos a José Narosky: “Es inútil no amarse a sí mismo: siempre descubrimos que los demás no nos aman bastante”; “El mujeriego es hombre mezquino. El perseguidor alcanza solo el viento”, o “Le cuentas tus éxitos, tus fracasos. Ella escucha. Solo oye tus éxitos”, o “El amor es el arte de conquistar, de poseer, de conservar un alma tan fuerte como para exaltarnos y tan débil como para que necesite de nosotros lo que necesitamos de ella”.

Junto los libros y me los traigo a casa, como el lector ya habrá advertido, y luego tomo el tren y en el vagón veo un cartel publicitario que brilla tras el vidrio con la luz que no me dio la lamparita que olvidé comprar, y el cartel es el aviso de una bebida gaseosa que muestra a una pareja de jóvenes: ella alza su botellita y la contempla con una sonrisa de dientes blancos como el algodón plastificado de un pañal para adultos, sonríe y contempla el elixir de la felicidad condensado oscuramente en la botella, mientras su compañero, a codo y brazo alzados, mantiene apretado contra sus labios el pico de la botellita, en gesto de “Me la estoy tomando toda de un trago y sin respirar”, lo que resulta extraño, habida cuenta de que sus labios apretados contra la botellita están también cerrados, volviendo irrealizable lo que trata de promocionar, y eso no es lo más llamativo, sino que el aviso propone lo imposible o como un sopapo zen impulsa a la quiebra de la lógica burbujeando con la brillantez de esa iluminación que yo buscaba, porque la frase dice: “Descubrí el sabor que amás”, lo que nos conduciría a suponer que el amor es un acto previo a todo conocimiento, un a priori y no un derivado de la relación. El amor, un rayo instantáneo y que no cesa, y que ahora viene sin azúcar. Y punto.