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Holanda

El problema no es la ultraderecha

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La semana pasada, la prensa de papel europea publicó los resultados de las elecciones holandesas: “Holanda frena el auge del populismo de derechas en Occidente”, era el titular dominante. Es la primera vez que se sustituye Occidente por Europa, atendiendo al inesperado triunfo de Donald Trump. Es curioso que casi todos los medios, los hegemónicos, que analizaban la noticia, la celebraron como una suerte de día de la liberación democrática. Llama la atención porque el triunfo de la derecha neoliberal, se sabe, no es la solución; justamente es el problema.

Los análisis que se vienen realizando desde la caída de Hillary Clinton, casi en su mayoría, se centran en la clase media urbana, buena parte conformada por los millennials, que ocupan puestos laborales en sectores vinculados a las nuevas tecnologías como el objeto de odio por parte de los suprematistas: los blancos de mediana edad víctimas del cambio de paradigma que acarrea desempleo, pobreza creciente y destrucción, arrastrando en la caída los valores de una clase que aún defiende la religión y que se manifiesta contraria a la diversidad, el signo que distingue a los jóvenes integrados. Estos son los culpables para los desplazados.
El mismo día que la prensa europea difundía los resultados liberadores de las elecciones holandesas, en sus páginas se incluía uno de los anuncios de la nueva campaña de Dolce & Gabbana. El marketing suele desvariar en su ansia de imponer al mercado de consumo la circulación de bienes o políticos pero suele captar el espíritu de cada coyuntura y servirse del mismo para vender.

En este anuncio, la nueva colección estival de D&G recurre a la isla de Capri para seguir acentuando el tono meridional de la marca frente al diseño formal que se identifica con Milán. En la foto se ve, en una callejuela de Capri o Anacapri, un diminuto vehículo, parecido a los que se utilizan en los campos de golf, cargado de garrafas de gas y de jóvenes que visten y exhiben las prendas de D&G. Junto al pequeño camión, su conductor, un trabajador moreno, del sur, ataviado con ropa de trabajo y un par de remeras baratas superpuestas y con el lógico desaliño de quien lidia con un trabajo arduo, habla con alguien a través de su celular y su gesto es de cierta preocupación; la actitud es ambigua pero bien puede estar relacionada con los sujetos que se han montado y ocupado su herramienta laboral.

Los jóvenes, por su parte, son todos blancos, occidentales, con la única excepción de uno de ellos, que puede pertenecer a alguna etnia africana y que, a diferencia del grupo, no se ha subido al vehículo pero otorga diversidad al conjunto.

La escena no puede ser más clara: “Acá hay unos vivos que se han quedado con lo mío”, parece decir a su interlocutor, a través del celular, el trabajador.

En un artículo reciente publicado en El País, el sociólogo Jorge Galindo observaba una nueva tendencia a la que llama droite devine, conformada por líderes de opinión entre la juventud urbana, acomodados, para quienes apostar por una revolución de extrema derecha –la Sexta Internacional, como la llama el economista Joaquín Estefanía después de que el historiador Timothy Garton Ash definiera a la Quinta como el movimiento de los indignados– no les supone ningún riesgo: si se pertenece a la clase dominante, no hay mayores consecuencias. Jugar con el futuro de otros sale gratis, viene a decir Galindo.

La posición de la derecha neoliberal no es ajena a esta impostura ya que su supuesta defensa del republicanismo es un ardid en el que está en juego el espacio democrático, que viene cediendo terreno desde hace años, en el mismo momento en que convirtió el Estado de bienestar en Estado de mercado y a los ciudadanos en simples consumidores.
El problema no es la ultraderecha, es el neoliberalismo. De momento, se gana tiempo pero falta muy poco para que se pierda el espacio.

*Periodista y escritor.