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El número de Avogadro

El problema es que vivimos en muchos mundos. Las líneas que separan estos mundos, de manera mucho más tajante que lo que estamos dispuestos a asumir, son de matriz definitivamente infantil.

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El problema es que vivimos en muchos mundos. Las líneas que separan estos mundos, de manera mucho más tajante que lo que estamos dispuestos a asumir, son de matriz definitivamente infantil. Se forjan seguramente en la infancia, en los recuerdos e impresiones básicos con los que formamos nuestra identidad. Allí decidimos –creyendo que somos libres en esa elección y no lo somos– en qué creeremos como verdadero, a qué llamaremos honestidad, o a dónde van las cosas queridas cuando mueren. Todo es afectivo. Se puede vivir en la política, o en el mundo ilógico de la religión, o en el pragmatismo, o en la locura; también en el arte. La vida después lo superpone todo.

Tal vez lo más prístino de los artistas Pool & Marianela en la muestra Kidstianismo, en FACA, sea esa brutalidad desembozada para mostrar la religión tal como si fuera –como si hubiera podido ser– una cosa construida por la mente de unos niños. Un He-Man fornido clavado en una cruz, musculoso y ABC1 como las representaciones y falsas imágenes que la propia Iglesia Católica ha condenado alguna vez en la voz de su autor principal y que sin embargo tapizan la iconología occidental; versiones de Barbie en cajitas caracterizada como María Magdalena o Virgen de Luján en una confusión de superhéroes, catecismos, juguetes y peluches protectores de las noches de terror como un Avemaría; o un bizcochuelo hecho del cuerpo de Cristo (o con la forma siempre un poco Facundo Arana de esa idea abstracta y golpeteada que podría ser el cuerpo de Cristo, la imagen de una idea, oh, paradoja) y que reúne en acto confuso la hostia, la comunión y el merengue; todos estos signos, estos eccemas culturales, esta búsqueda formal tan lícita como cualquiera, podrían no haber pasado a mayores o simplemente haber quedado como agradable sensación de picardía en el mundo amoroso y permisivo del arte contemporáneo, tan jaqueado por sus propias estrategias como en algún momento la iconología renacentista o las vanguardias del siglo XX.

Sin embargo, el choque de mundos encendió la mecha corta: el ministro de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Enrique Avogadro, presente en el evento porque –dado su rango– vive de algún modo en el mundo del arte y la cultura, se comió –junto a los demás asistentes, que no importaron– una porción del bizcochuelo chocolatoso y sanguinolento, y como –dado su rango, una vez más– vive en el mundo de la política, las consecuencias son sobredimensionadas.

El abogado católico Pedro Andereggen –especialista en libertad religiosa pero militante antiabortista– impulsó una demanda formal contra el ministro ante la Legislatura con pedido de juicio político incluido. Horas después, todo muy rápido, el arzobispo Poli presentó una carta a Larreta, argumentando que “el Cuerpo de Cristo yacente es objeto de devoción y adoración por la mayoría de nuestro pueblo (…). El ministro no tuvo en cuenta el respeto a los hombres y mujeres que profesamos la fe de los cristianos”. Aquello que meses atrás, con las vehementes declaraciones del otro ministro, Darío Loperfido, quien cuestionaba el número de desaparecidos, no moviera la fe de los cristianos, ahora lo hace para pedir una renuncia indeclinable por una estupidez. Es que la fe de los cristianos es –en su propia definición– una cosa inexplicable para el resto de los mortales, que –cuidado– somos muchos.

Larreta pidió disculpas, se mostró dolido y sorprendido, alegó ser creyente, etc., todos asuntos de quien vive en el mundo de la política: obró en consecuencia. El propio Avogadro tuvo que pedir perdón a los ofendidos para poder seguir viviendo en ese mundo. Pero en el mundo del arte, donde también viven muchas personas que tienen que soportar este tipo de ofensas a la inteligencia, retrocedimos varios casilleros. Es lógico que quienes viven en el mundo de la religión se ofendan. Que vivan allí felices y contenidos por sus laberintos de símbolos y contradicciones. Pero entonces que no legislen, que no gobiernen sobre el mundo real y –sobre todo– que ejerzan férreamente hacia los ateos esa misma tolerancia que reclaman para sí de todas partes, todo el tiempo, de todo acto del pensamiento, de todo acto crítico fundado en la razón.