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17 de agosto

José de San Martin: el emprendedor de la patria

El Gobierno de la Ciudad llamó "emprendedor" al General José de San Martín.

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General Jose de San Martin | Jovenesrevisionistas.org , diasdehistoria.com, universalmedios.com.ar

A mí también me resultó un tanto inadecuada la palabra “emprendedor”, utilizada por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para calificar (o descalificar, según cómo se mire) al General José de San Martín. Entiendo que pueda interpretarse esa definición como una suerte de devaluación, tanto simbólica como conceptual, del Padre de la Patria. Y entiendo que puedan haberse ofuscado ante ese hecho los sanmartinianos más sensibles y los patriotas más rotundos (aunque yo francamente no soy ninguna de las dos cosas).

Porque “emprendedor” es una palabra que hoy designa preferentemente a aquellos que asumen alguna iniciativa de tipo comercial o empresarial, ya se trate del que se arma una empresita de algo, con sueños de progreso, o el que pone un negocito en el barrio con lo que le dieron como indemnización cuando lo echaron de su trabajo. Hay en la expresión una carga de neto optimismo, de esa clase de optimismo un poco forzado y un poco forzoso que imparten las doctrinas de la autoayuda, pretendiendo que, quien se lo proponga de veras y con ganas, ha de triunfar en la vida (no depende de nadie más que de ella o él).

La gesta mayúscula que llevó a cabo José de San Martín, hacedor del colosal ejército que consolidó la libertad de un país, el suyo, y la extendió gloriosamente hacia otros dos, Chile y Perú, jaqueando la dominación colonial de España y concretando entretanto la hazaña cuasi impar del cruce de la cordillera de los Andes con tropas y pertrechos y todo, parece verse marcadamente empobrecida, si es que no directamente denigrada, por una designación por lo demás tan magra: “emprendedor” (como si se dijera que le puso onda, que se puso las pilas, que tiró para adelante, que se atrevió a más).

Pero tal vez no tenemos que suponer (lo digo desde la esperanza) que se trató nada más que de un tropiezo semántico, producto de una visión del mundo limitada al espíritu de los mercaderes o al espíritu new age (o peor aun, al de los mercaderes new age). ¿Por qué no plantearnos, mejor, que pudo tratarse en verdad de una intervención netamente ideológica (en el más potente sentido del término) sobre la historia argentina y su orden de sentido? ¿Por qué no dirimir si, al usar esa palabra, “emprendedor”, y al asestársela a San Martín, no se estaba en verdad retomando los severos cuestionamientos que Juan Bautista Alberdi, en El crimen de la guerra, lanzara contra el criterio historiográfico impartido por Bartolomé Mitre?

Alberdi se opuso con argumentos contundentes a la forma en que Bartolomé Mitre remitía a la dimensión militar, esto es a las glorias de los campos de batalla, la función determinante de consagrar una mitología de origen para la definición de la nacionalidad en curso, y de establecer un régimen de valores ejemplares para el diseño de un modelo de ciudadanía. Contra esta historia de soldados por vocación (como San Martín) o por necesidad (como Manuel Belgrano), Alberdi reclamaba una historia que erigiera en cambio sujetos heroicos de otra índole: inventores, científicos, industriales, en fin, por qué no: “emprendedores”.

¿No habrá estado apuntando a esto, en realidad, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires? ¿No habrá decidido reabrir y retomar aquellas polémicas mitigadas pero cruciales del final del siglo XIX? ¿Volver sobre esa cuestión insoslayable: la de los modelos de identidad nacional, la de los modelos de sociedad posible, esgrimidos y proyectados, imperantes o relegados, validados o excluidos? ¿No está planteándonos, en cierta forma, si uno se fija, un debate fundamental sobre la relación entre capitalismo y violencia? San Martín, sí; y también Mitre y Alberdi y Sarmiento, claro; y luego Max Weber y Gramsci y Carl Schmitt, por qué no; y finalmente etcétera y etcétera y etcétera.

La historia y la teoría social se ven así convocadas para mejor pensar nuestro presente. ¡Y eso que, por un instante, a punto estuvimos de concluir que se trataba nada más que de una palabra empleada con absoluta torpeza! ¡A punto estuvimos de caer en la desazón frente a lo que parecía ser nada más que una banalidad irremontable!