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Resurrección

Durante el año que pasó, fui dejando de lado la lectura en favor de la contemplación de series que provee Netflix.

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Durante el año que pasó, fui dejando de lado la lectura en favor de la contemplación de series que provee Netflix. No es que hagan falta justificaciones para explicar por qué uno hace lo que hace, pero lo cierto es que mi primer impulso se explicaba en la curiosidad por averiguar cómo se organizaban los modos de interés narrativo contemporáneo. No soy un especialista en el género y no podría distinguir los subgéneros que frecuenté, pero la mayoría no eran sino formas estilizadas de la vieja telenovela, producidas con más dinero –lo que implica mejores medios técnicos, guiones más estudiados, actuaciones e iluminación más cuidadas, etc.–, o derivaciones del folletín aplicadas al policial o a la investigación criminalística.

El estilo general era el del estiramiento del asunto, y su sostén, la introducción de un enigma o “punto alto” en los últimos segundos de cada capítulo, recurso básico y asfixiante de la narración. Ahora bien, la lógica total de cada serie en particular resultaba, una vez vista entera, decepcionante: no había, a su término, nada que justificara el tiempo dedicado a su observación, salvo la sorpresa particular de esos convencionales enigmas develados. Netflix es una máquina perversa: al fin de cada uno de sus fracasos, propone un nuevo producto, el goce consumista de una banalidad sin respiro. Por suerte, no hay adicción que dure cien años. Ayer volví a visitar librerías y a comprar libros, y la sangre volvió a correr por mis venas: el hombre se extravía en la busca de su objeto.