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Distopía

Me aterra la posibilidad de un Estado y de una sociedad que naturalice la idea de que el cuerpo de una persona no le pertenece a esa persona (¿dónde está Santiago Maldonado, si no?)

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Me aterra la posibilidad de un Estado y de una sociedad que naturalice la idea de que el cuerpo de una persona no le pertenece a esa persona (¿dónde está Santiago Maldonado, si no?) | toledo

Un libro me vino desde lejos. Me lo trajo un amigo que había viajado a España. Entonces, la novela todavía no estaba en las librerías porteñas y la había buscado sin éxito en Mercado Libre. Lo gracioso fue que tardamos tanto en vernos con mi amigo que, cuando me dio el libro, ya estaba en todas las vidrieras de Buenos Aires. Pero este ejemplar viajó mucho para llegar a mí. Y todavía va a seguir viajando –viajes cortitos, lecheros–, un trecho hasta que lo termine.

El cuento de la criada, de Margaret Atwood. Empecé a leerlo hace unos días yendo a Paraná. Me gusta leer en los micros, con esa luz diminuta que cae sobre la página, pálida como un rayo de luna. Leer mientras se escucha despacito el reguetón que sale de los auriculares de un chico sentado unas filas más atrás, los suspiros de la señora del otro lado del pasillo, las risas contenidas de los choferes que irán, seguro, tomando mate. Leer con la velocidad zarandeando el piso doble del micro cuando acelera para pasar un camión, dos camiones, tres… un poco ahogada por la calefacción, que está tan alta que tuve que sacarme las medias y quedarme en musculosa. El encierro obligado de esas horas en tránsito es un buen sitio para leer una novela como ésta. Porque se trata de eso: de mujeres encerradas, secuestradas, obligadas a ser úteros con patas. Atwood la escribió en los años 80, hace casi cuarenta años. Y sin embargo es tan actual. En estos días de campaña, cuando Esteban Bullrich dice que si se aborta a un feto que podría haber sido mujer se está cometiendo un femicidio. O cuando Felipe Solá sostiene que una mujer embarazada no es dueña de su cuerpo, que ese cuerpo le pertenece al Estado. Por citar sólo dos de las barbaridades misóginas que tenemos que escuchar a diario de nuestros políticos.

Al otro día de empezar el libro, va a llegar la noticia de que Anahí, la chica con una flor en la oreja cuya imagen se viene replicando desde hace días en las redes sociales y en los medios, está muerta. Que estuvo en cautiverio varios días y ahora su cuerpo está semienterrado en un parque. Mientras siga pasando las páginas, irá detenido un profesor por el femicidio de Anahí y todo ese fin de semana la televisión y los diarios no dejarán de hablar de la obsesión que la chica muerta tenía con su profesor. Obsesión, como si eso justificara el crimen. Obsesión, como si estar enamorada de un profesor a los 16 años fuera un desquicio o, peor, algo que debiera pagarse con la vida.

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Unos días antes, aunque esta noticia pasó casi inadvertida porque sí –lamentablemente hay víctimas que parecen ser mejores que otras–, Pamela, una transexual rosarina, fue asesinada de cinco balazos. En la novela de Atwood, los homosexuales y las transexuales también pagan con su vida, cuelgan de un muro, las cabezas encapuchadas, la sangre chorreando por los ladrillos. Las lesbianas (llamadas “no mujeres”) son enviadas a trabajar en las colonias, donde mueren rápidamente a causa de la contaminación.

Me inquieta bastante seguir pasando las páginas, avanzando en la lectura y encontrando correspondencias con esta época, con este tiempo violento y horrible. Me aterra la posibilidad de un Estado y de una sociedad que naturalice la idea de que el cuerpo de una persona no le pertenece a esa persona (¿dónde está Santiago Maldonado, si no?).

Esta mañana fui al cajero automático y por un momento tuve el flash horroroso de que, por ser mujer y soltera, mi cuenta estaría bloqueada.