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Del aguante al quilombo

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FALSEDADES. La solución no es prohibir las manifestaciones para evitar la violencia, ni provocarla en el juego irresponsable de levantar la apuesta. ¿Lo entiende la política? | PABLO CUARTEROLO

Ha cambiado la forma de la violencia y el estilo en que se expresa la adhesión, la alegría compartida, la condena o la indignación. Mueren o resultan heridos quieren asisten a un concierto de rock, a un partido de fútbol o a una manifestación política. Del aguante se pasó al quilombo.
Esto no sucede solamente en los sectores más pobres y marginados. En la vereda del colegio más prestigioso de Buenos Aires, es habitual ver muchachos que se empujan poniendo en juego todo el cuerpo, sin camisa y, a veces, con el torso desnudo. No me parece ni mal ni bien, porque los cambios en las costumbres deben ser estudiados antes que juzgados. Grupos de rugbiers le dan una paliza a un joven a la salida de una disco. También en una disco se puede moler a trompadas a alguien que no cayó simpático, porque es boliviano o de alguna otra nacionalidad estigmatizada. Crece la violencia contra los más débiles, las mujeres en primer lugar. No hay zona ni cuerpo que merezca un grado de respeto, en el acontecer de infracciones o delitos que han cambiado su estilo y sus consecuencias. Un robo menor puede terminar con heridos o muertos. La marginalidad, el desempleo, los horizontes clausurados producen esto.
Lo que se vio en la tarde y el anochecer del lunes pasado no responde a las pautas dentro de las que transcurría la violencia hace unos años (habrá que ver cuántos). Tengo alguna experiencia directa en manifestaciones. No las miro por la televisión para sacar conclusiones a partir de primeros planos, editados en el canal que los emite. Las miro en directo, en la calle. Vi quemar el primer auto a los 17 años, durante una manifestación de estudiantes universitarios y de secundarios que los admirábamos. En las décadas transcurridas, no solo las manifestaciones, sino el rock, la vida nocturna, las relaciones personales y familiares inmediatas adoptaron un estilo verbal y físico más violento. La transformación merece estudiarse con profundidad, sobre los datos reales, como lo hizo Pablo Alabarces con la cultura del aguante en el rock y el fútbol.
Han cambiado los cuerpos masculinos jóvenes. Como si la cultura del gimnasio se hubiera expandido por barrios y villas, esos cuerpos llevan la marca de un entrenamiento que responde a una nueva estética y a nuevos parámetros de lo que se considera “macho”. La violencia requiere cuerpos que estén en condiciones de sostenerla. Para ir a la cancha o encabezar una manifestación hay que estar en forma. El sindicalismo garantizaba (parcialmente, cuando quería) un nivel de seguridad. Hoy, al parecer, no alcanza para dominar las nuevas formas del cuerpo a cuerpo. Desde 1980, los partidos de izquierda se abstenían de la violencia incontrolada, porque no la confundían con la lucha de clases.
La violencia de fútbol no es una novedad en Argentina. Las barras bravas son verdaderos grupos comando y este país debió decidirse a no aceptar en la cancha la presencia de las hinchadas visitantes. El entrenamiento para barra brava puede servir en otros escenarios. No es una novedad. Quizá lo sea que estos grupos comando hagan horas extras, aparte de las que cumplen en el club de sus preferencias.
Se ha establecido una alianza siniestra y fatal entre barras del fútbol y sectores de la dirigencia política. Todos saben que las barras pueden alquilar sus servicios. Falta estudiar cuáles son los canales y los promotores. Durante el acto del lunes, militantes ferroviarios señalaban barras de diferentes y muy conocidos clubes de Buenos Aires. Uno de ellos agregó que le parecía probable que con poco dinero se pudiera alquilar, por algunas horas, un grupo de tareas de ese origen.
La violencia en la vida cotidiana no es algo que pertenezca solo a esa esfera. Cuando se va a una manifestación, se llevan los mismos reflejos, los mismos gestos, la misma facilidad para golpear que cuando se va a una cancha o cuando hay pelea a la salida de un boliche, un baile, incluso una fiesta de egresados. No se tienen modales muy diferentes para la protesta política que en otras circunstancias. Y no puedo pasarse por alto que eso sucede también en sectores privilegiados social o económicamente. Esta inclinación por el “lío” comienza a empujones, sigue a las trompadas y después, por machismo o venganza, puede tomar cualquier camino. En los suburbios pobres, los cambios se combinan en lo que puede llamarse una cultura del quilombo: la violencia no como una circunstancia temida, sino como parte de los avatares posibles.

La cultura del aguante consiste en sostener un espacio, de manera física o simbólica. La cultura del quilombo es más parecida a las avanzadillas y retrocesos: se cambian posiciones, se adelanta o se retrocede, se modifica el rumbo en el instante con una especie de giro veloz y colectivo. El aguante puede ser un acto de coraje serio, dotado de cierta gravedad; la cultura del quilombo muestra al “lío” en todos sus sentidos, los del coraje, los del peligro que no se evalúa y los de la diversión.
Por eso, es impreciso hablar de “violencia” sin indagar cuáles son sus rasgos y sobre todo sus razones sociales. Quienes pelearon el lunes en la plaza no son iguales a sus abuelos de la década del 80. No son obreros o desocupados recientes que esperan que su futuro mejore y se movilizan con esa creencia (un deseo más que una perspectiva cierta, pero cargada del peso de tradiciones anteriores). Es gente que, para usar una expresión clásica, tiene muy poco que perder. Viven en un mundo sin promesas. Son los desocupados, sin escolaridad, habitantes de lugares donde la violencia es un estilo cotidiano. Cuando la crónica policial habla de la violencia del delito, los comentaristas políticos deberían tomar en cuenta que los muy pobres viven en un mundo donde no hay un código de comportamiento que separe nítidamente las maneras de robar un celular, poniendo en juego la vida propia y la de la eventual víctima, de los modos de mantenerse en una plaza frente a la policía. El robo del celular y la presencia aguerrida en la plaza pueden no ser actos realizados por la misma persona. Sin embargo, ambos tienen, a menudo, protagonistas que comparten rasgos y valores.
Tanto como se escucha el mantra de la crisis de la política o la desaparición de las ideologías, ha sonado la hora de atender la violencia que atraviesa la vida cotidiana. Para salir un rato del lugar común y ver cómo seguimos. La violencia en la plaza pública tiene una dimensión social ineliminable. La solución no es evitar las manifestaciones como se prohibieron las hinchadas visitantes en el fútbol; la solución tampoco es provocarla en el juego irresponsable de levantar la apuesta. Tienen que entenderlo los políticos tercos y sin reflejos, como Macri y su “equipo”. Y también Cristina Kirchner, que alucina con encarnar el Ave Fénix renaciendo de las cenizas de un incendio. Finalmente, si la izquierda ideológica cree oportuno aprovechar estos resentimientos, abandona sus mejores tradiciones.