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De ‘Charlie Hebdo’ a la Amia

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El paso del tiempo resignifica los hechos. En abril de 2008, en medio del conflicto político que enfrentó al gobierno nacional con las entidades agropecuarias en torno a la resolución 125 de retenciones móviles, Cristina Fernández calificó de “mensaje cuasi mafioso” una caricatura de Hermenegildo Sábat publicada en Clarín. El dibujo en cuestión mostraba a la Presidenta con una venda en la boca. En ese momento, en una muestra de intolerancia, la mandataria cargó contra el autor y el medio, acusándolos de querer acallarla. Por estas horas, sin que medien gráficos satíricos que despierten enjundia, el silencio oficial se impone implacable.

Es sabido: para el gobierno nacional el ataque a la revista Charlie Hebdo no representó una afrenta a la libertad de expresión. Y esto se debe a una cuestión inocultable: el peronismo nacido en Santa Cruz se define, entre otras cosas, por su convicción de tolerancia impostada frente a las críticas. En el sistema de creencias del kirchnerismo, los argumentos u opiniones contrarias se justifican en el axioma “soportar a los otros”. De este modo se diluye el principio republicano sobre el que se edifica el pluralismo. En otras palabras: una cosa es tolerar las ideas ajenas y otra cosa, muy distinta, es tener internalizada la premisa ética y moral de que las mismas son necesarias e indispensables para el desarrollo democrático de la sociedad.

Desde este sesgado prisma, además, las huestes kirchneristas están convencidas: cualquier ataque que haga blanco en alguna de las potencias centrales se explica (o justifica) por el pasado imperial del agredido, la condición histórica de dominación o la responsabilidad política y económica que le cabe en la crisis financiera mundial. No obstante, aun cuando alguna de estas variables pueda ajustarse a la realidad, nada justifica la barbarie y la muerte; ningún argumento religioso o político debe dar lugar al fanatismo y la eliminación del otro. El gobierno no lo entiende así, o hace poco para demostrar lo contrario. Por eso personeros del poder como Hebe de Bonafini o Luis D’Elía celebraron el atentado a las Torres Gemelas; por eso Cristina Fernández no viajó a París ni asistió al acto organizado por la Embajada de Francia en Buenos Aires para repudiar lo sucedido; por eso, también, se entiende la firma con Irán del memorándum por la causa AMIA, cimentado en las relaciones diplomáticas y comerciales del Estado nacional con un país cuyo ex presidente negó la existencia del Holocausto.

En este marco, quienes abrazan la causa gobernante analizan la sociedad europea desde el sectarismo, el complejo de inferioridad cultural y la poca simpatía que profesan con la mayoría de los gobiernos del viejo continente. La misma lógica vale para el caso de los EE.UU. Desde esta cosmovisión tildan de imperialistas –término anacrónico ya– a los medios de comunicación de Occidente y a todo aquel que no comparta el alineamiento geopolítico imperante. Así pues, se reproduce en el plano internacional el mismo parteaguas que caracteriza a la política intramuros.

Con todo, el kirchnerismo reconfigura, actualiza y da sentido a la ya lejana caricatura de Sábat. El relativismo discursivo ante lo ocurrido en Francia y la acusación de encubrimiento contra la Presidenta de la Nación por el atentado a la sede de la AMIA representan una peligrosa síntesis entre silencio e impunidad estatal. Esta conjunción, a la que se le suma la dudosa muerte del fiscal Alberto Nisman, pone en jaque la idea de libertad, el valor de la vida y la noción de justicia. En suma, como reza el célebre libro de André Malraux, la condición humana.

*Licenciado en Comunicación Social (UNLP) Miembro del Club Político Argentino.