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Damas de Oriente

Un día, para disipar el tedio cortesano, Sei Shônagon, dama de compañía de cuarto rango y autora del justamente famoso Libro de la almohada, erigió una pequeña montaña de nieve en el patio de la residencia de otoño de la emperatriz.

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Un día, para disipar el tedio cortesano, Sei Shônagon, dama de compañía de cuarto rango y autora del justamente famoso Libro de la almohada, erigió una pequeña montaña de nieve en el patio de la residencia de otoño de la emperatriz. La corte aplaudió su iniciativa y enseguida se cruzaron apuestas acerca de lo que duraría sin derretirse. La mayoría aseguraba que, como mucho, llegaría hasta  fin de mes. Su autora, en cambio, estimó que la fecha de extinción se estiraría a mediados del mes siguiente. Contra todo pronóstico, la montañita atravesó indemne el plazo arriesgado por la mayoría. Sei se levantaba y acostaba pensando en su obra. Había decidido que el día fijado por su anhelo recogería la nieve en una canasta y la enviaría a su emperatriz, junto con un poema alusivo. Incluso, cuando debió abandonar la residencia de otoño para dirigirse a palacio, encargó al jardinero que la cuidara, evitando que ningún niño se subiera y la aplastara, y a cambio de su atención prometió enviarle galletas dulces y una prenda de vestir. Pues bien, en la madrugada del día quince mandó a una criada con una gran canasta.

“Rastrilla la nieve y descarta la sucia, y luego llénala con la pureza más pura, porque es nieve que le enviaré a mi emperatriz”, le dijo. Pero la criada volvió con la canasta vacía. ¿Cómo era posible que una pila tan grande se hubiese derretido así de rápido? El jardinero se retorcía las manos jurando que la noche anterior aún había visto su blancura, brillando indemne a la luz de la luna.

En esos momentos de angustia llegó un mensajero con una nota de la emperatriz preguntando si la montaña seguía en pie. Sei Shônagon contestó que, habiendo durado más de lo esperado, sin embargo había desaparecido de pronto, lo que le permitía afirmar que alguien la había abatido por despecho. Días más tarde, al retornar a palacio, Sei volvió a comentar el asunto, que la tenía perpleja, y la emperatriz soltó la carcajada: “Para serte franca”, le dijo, “la noche catorce envié a algunos criados con orden de destruirla y dispersar lo que hubiera quedado. De hecho, estoy segura de que tu montaña podría haber permanecido en pie, y aun crecido, durante las próximas nevadas”.

Cuando el emperador oyó la historia, les comentó a sus cortesanos: “¿A quién se le habría ocurrido una competencia tan extraña? El hecho es que mi emperatriz no quería que Sei Shônagon ganara su apuesta”.