El día en que Maradona cumplió
años, el día en que un vendaval de anuncios políticos se abalanzó sobre la
Argentina y el día en que graves y extemporáneas acusaciones recayeron sobre
Kevin Spacey, fue también el día en que murió el artista uruguayo Daniel
Viglietti.
Como su entrañable amigo Mario
Benedetti, otro hijo del Uruguay batllista que ofrecía una educación de calidad
laica y gratuita, que integraba a sus ciudadanos con un raro balance entre el
valor de la libertad y el de la igualdad y que permitía la movilidad social
ascendente basada en el mérito, Viglietti había nacido en Montevideo, pero en
1939.
Tenía 78 años, y ha sido
recordado en las últimas horas como un ícono de la canción de protesta
latinoamericana, una condición necesaria pero no suficiente para conocer el
arte de quien nunca tiró sus panfletos al huracán corporativista de la
mediocridad musical.
Es que Viglietti era de
izquierda, y de izquierda dura. Pero a diferencia de muchos de sus colegas, fue
tanto un hombre comprometido con su tiempo y con su discutible ideología como
un músico exquisito.
Hijo del investigador y
guitarrista de música folclórica Cédar Viglietti y de la pianista clásica Lyda
Indart, quien se formó con Walter Gieseking y con Guillermo Kolischer, el autor
de “Gurisito”, “El vals de la duna” y “Milonga de andar lejos” creció bajo los
efectos de un embrujo que, para surtir efecto, requería concentración pero
prometía un tesoro invaluable.
Así, entre Debussy, Ravel,
Stravinsky, Beethoven y Manuel de Falla, por un lado, y Abel Fleury, Alberto
Carbone, Gardel, Magaldi y Antonio Tormo, por otro, Viglietti se crió con
Atahualpa Yupanqui como puente entre dos influencias diversas y de enorme belleza,
tal cual lo recordaría él mismo en una entrevista realizada por el periodista y
productor uruguayo Rubén Yizmeyián.
Hace pocas horas, Adriana Varela,
la reciente ganadora del Premio Gardel, comentó a Perfil: “Mucho antes de ser cantante profesional, de conocerlo y de
saber que era un tipo comprometido y lúcido, aparte de un auténtico caballero,
yo cantaba las canciones de Daniel en mi casa. Eran épocas horribles, pero esas
canciones nos acompañaban siempre. Y nos van a seguir acompañando mucho tiempo
más”.
En su cuenta de Instagram, Rubén
Rada, uno de los músicos más talentosos en la historia de Uruguay, escribió:
“Se fue un grande y la verdad misma”. Pero además las canciones de Viglietti
fueron interpretadas por Fernando Cabrera, y su calidad técnica y su
sensibilidad como guitarrista fueron elogiadas por Jaime Roos e influyeron a
generaciones enteras de cantautores hispanoamericanos, desde Joan Manuel Serrat
en adelante.
Como buen hijo de su padre, el
discípulo de Abel Carlevaro también realizó una notable tarea como difusor de
músicas ajenas, tanto cuando versionaba temas como “Puentecito de mi río”, de
Tormo, “Recuerdos del Portezuelo”, de Yupanqui, o “Milonga cañera”, de
Zitarrosa, como cuando conducía con voz dulce y envidiable oficio su programa
radial “Tímpano”.
Es que Daniel Alberto Viglietti
Indart no era solamente un hombre duro, muchas veces solemne y dogmático. También
era un tipo que creía auténticamente que “el ser humano y la solidaridad
tendrían que ser como el agua y la sed”. Y que podía elevarse por encima de cualquier
rencilla para escribir una canción cuyo estribillo reza: “Niña Isabel, la del
pelo donde duerme la noche/ Un sueño hecho de pureza, de estrellas, luz del
rocío/ Isabel, de piel morena/ Dueña del corazón mío”.
A ese poeta capaz, como enseñaba
Wilde, de “pulsar la cuerda más divina y más secreta que produce música en
nuestra alma”, es al que miles y miles de personas seguirán evocando mucho
después de que se esfumen las cenizas de la despedida que su pueblo le dedica hoy
en el Teatro Solís de la ciudad que lo vio nacer y morir.
*Desde Montevideo.