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Cinco o seis minutos sin Julián

Creo que esto que voy a escribir ahora ya lo conté. Después de los 50 años empieza la repetición pero no precisamente la de Kierkegaard.

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Creo que esto que voy a escribir ahora ya lo conté. Después de los 50 años empieza la repetición pero no precisamente la de Kierkegaard. La cosa es que hace mucho yo no tenía hijos y Daniel Guebel me contó que cuando él tuvo una hija no pudo volver a leer libros donde le pasaba algo malo a un chico. Me llamó la atención eso. Me dijo que había estado leyendo un libro de Ian McEwan que se llama, creo, Niños en el tiempo y que narra la historia de un padre que pierde para siempre a su hijo en el supermercado y que a partir de ahí termina su matrimonio y empieza una debacle. Guebel cerró el libro. McEwan escribe sobre los nudos poderosos y oscuros de nuestra vida.

El sábado pasado era un día hermoso que anunciaba el verano inminente pero no todavía con la canícula con todas las hornallas encendidas. Y fuimos con mis hijos –Ana, 7, y Julián, casi 3– a un cumpleaños que se hizo al mediodía. Cuando terminó, decidimos caminar hasta la plaza Echeverría. Es una plaza hermosa con árboles inmensos, césped domesticado y un lugar de juego infantil perimetrado como un canil. La cosa es que nos metimos en los juegos repletos de chicos y padres y en un momento nos encontramos con amigos del colegio de Ana que iban de un lado a otro. Me senté en un costado a charlar con Pablo, uno de los papás, y miraba cómo Ana jugaba con sus amigos y Julián con otros nenitos. En un momento la mamá de uno de los chicos que vive muy cerca invitó a todos a merendar. Julián no quiso ir porque estaba jugando con nenitos de su edad. Yo ayudé a la mamá a juntar a los chicos y sacarlos de los juegos y, en el preciso momento en que salí del perímetro para llevar a los niños, Julián –conjeturé más tarde– tiene que haber salido a mis espaldas. Acá tengo que hablar de Julián. Es un nenito parecido a mí físicamente, por ahora. Se parece mucho a cuando yo tenía su edad. Los chicos se van metamorfoseando con el tiempo. Tengo unos amigos que tienen mellizas y que cuando eran chicas una se parecía a la madre y otra al padre. Ahora cambiaron los rostros. La que se parecía al padre es la madre, y viceversa. Julián tiene  una voz grave, muy graciosa. Y es muy divertido para hablar. Habla un dialecto africano que poco a poco se va entendiendo. Es un chico que no suele estar pegado a mis pantalones, lo cual tiene su lado bueno y su lado peligroso. Le gusta irse lejos, es curioso y entabla –en su idioma– conversación sin problemas con cualquiera. Pide cosas: autitos, comida, lo que sea. Cuando estamos en los juegos yo me siento en un costado y lo vigilo de a ratos porque descanso en la tranquilidad de que Julián, como Perón, siempre vuelve: para que le saque el papel a un caramelo, para que le ate los cordones o para que le limpie los mocos. Vuelve cuando él quiere. Pero ese día soleado, cuando volví a entrar al recinto de los juegos, Julián no estaba. No sentí culpa por la responsabilidad de que se me hubiera perdido mi hijo, sino que sentí –en esos cinco o seis minutos que no estuvo– en toda la extensión el dolor de un mundo sin Julián. Toda la plaza parecía ahora un lugar siniestro: estaba rodeado de infinidad de chicos que no se le parecían y de pederastas. Pablo, el papá que estaba conmigo, me dijo que me tranquilizara y me empezó a ayudar en la búsqueda. Una mujer me advirtió: “¡Y justo por acá pasa el tren!”. Y otra mamá me preguntó: “¿Cómo estaba vestido?”. Lo pensé, pero me era imposible recordarlo. ¿Cómo estaba vestido? Se había perdido un chico y la información corrió de boca en boca: toda la plaza empezó a aplaudir.

Recuerdo ahora que la semana anterior, charlando con unos actores, yo les preguntaba por qué esperaban al terminar la función que los espectadores los aplaudieran, que no me parecía necesario. Al final, el genio de Pablo lo encontró. Julián estaba jugando en un extremo de la plaza al fútbol con unos chicos diez años más grandes. Por la noche, con él durmiendo en mis brazos, puse Hey Jude de los Beatles y donde en el famoso estribillo ellos cantan “Hey Jude, Hey Jude”, yo le decía en el oído: Julián, Julián.