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Al borde de los abismos

No hay dudas. No estamos formateados para volar.

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No hay dudas. No estamos formateados para volar. Pero como tenemos dura la cabeza, y el entendimiento y la voluntad y otras atribuciones, favorables o no, algunas propicias, algunas neutras y algunas, ay, espantosamente adversas y hasta mortales, decidimos contra viento y marea y hasta contra ventolera, que es lo que con mayor frecuencia suele impedir a seres pesados y torpes como nosotros eso de levantar vuelo, decidimos que sí señor, que volaríamos. Y así lo hicimos, primero mirando para arriba y envidiando a las águilas, a las calandrias, a los bichofeos y hasta a los gorriones, y después pasando a la acción en

las personas de un tal Icaro y su papá, don Dédalo, y siguiendo con toda la prosapia hasta llegar a los hermanos Wright y al señor Santos Dumont y a tantos otros cuyos nombres hemos olvidado, y pisoteando nomás el sendero hasta los aviones de hoy. Que, hay que recordarlo, se caen a veces como cuando el antenombrado Icaro subió demasiado y el

Padre Sol le quitó las ganas y las facilidades adquiridas para volar cual las avecillas que el intrépido joven había observado altas en el cielo. Y que otras veces hasta se pierden y nadie nunca sabe nada más de ellos porque probablemente el señor Dédalo o su hijo les pusieron una trampa y se apoderaron de ellos a fin de destriparlos y encontrar el secreto de sus fuerzas. Puede ser, todo puede ser en esta vida, como decían mis tías abuelas, aunque ya no mis tías, que eran muy mucho más modernas. Pero en general todo sale bien, gracias sean dadas a los dioses que nos alientan a la aventura y a las diosas que nos cuidan cual madres amantísimas y a la vez bastante hinchapelotas.

A qué viene todo esto. Pues a otras aventuras emprendidas por la humanidad o por una parte, pequeña pero importante, de la humanidad. Por ejemplo, bajamos a los mares. No, querida señora, no se sumerja en el baúl en el que guarda la ropa de verano para buscar el bikini del año pasado, que no le estoy hablando de las playas sino directamente del agua, pero no se desilusione que probablemente el bikini le quede bien, casi como si lo hubiera comprado ayer, y le recuerdo que usted o yo o algunos seres más curiosos y valientes se meten allá en lo hondo munidos de aparatos salvadores que les permiten respirar y que también, a veces, como los aviones, fallan y sonamos y nos comen los tiburones. Pero no hay que preocuparse demasiado, querida señora, a menos que usted pertenezca a la raza

de los intrépidos, osados, temerarios, chiflados a los que se les mete algo en la caja craneana o mejor dicho en lo que contiene la caja antedicha y ya no descansan hasta que no cumplen lo que se les ha ocurrido o estiran la pata tratando de conseguirlo.

Puede ser que usted considere maravillosa, encantadora y altamente alentadora esta situación, esto de meterse en los abismos de los mares, los océanos, los ríos, las cataratas, los arroyos y cualquiera otra colección ruidosa y

húmeda de hache dos o. No me cuente entre sus seguidores, por favor se lo pido. Me encanta leer y releer Los tres mosqueteros o Viaje al centro de la Tierra pero no saco pasajes siquiera en primera o en pullman para semejantes aventuras. Tengo bastantes cosas que hacer en esta vida, le aseguro, y no sé si me va a alcanzar el tiempo. Así que aventuras osadas no, para mí no. Quédese usted con todas esas excursiones al borde del abismo y déjeme a mí en casa probando esa receta de torta de naranjas que me dio mi amiga Lucy o leyendo por decimoctava vez La Casa de la Troya. ¿Se fijó que hay libros que no han cambiado el rumbo de la literatura mundial pero a los que amamos porque nos incitan a escribir? Pues “aplicach’o conto”, como decía Casimiro Barcala, y formemos un buen dúo ejemplificador de la naturaleza humana, usted al borde del precipicio, yo a la vera de la cocina, qué bueno.

A renglón seguido, claro está, intercambiamos opiniones y experiencias, usted se mete en los entresijos sentimentales de los corazones de Gerardo y Carmiña, y yo me asomo al borde de los abismos pero sin caerme, como recomendaba don Kurt Vonnegut, que en gloria esté y de quien prometo hablarle un día de estos.